Cuando llegas a casa sobre las dos de la mañana borracho, cansado, dolorido o, como diría Josefina, "destruido", no te queda más remedio que dormir mal. Seis horas cortas, pobladas de pesadillas e indefinidos paseos por el sobreático. ¿Qué moverán? ¿Cuáles serán los cuerpos que visten esos pasos?

Suena el despertador y vocalizas tu primer no, no, no y no, si es domingo y deberías seguir paseando por la Alejandría del siglo IV (no olvidar comentarle a Miquel que no, no, no y no te ha llevado a los cuatro años). El horno huele todavía a esa espuma de afeitar quitagrasas. Fue duro limpiarlo ayer. ¿Podemos decir que limpiaste o acaso no fue una tarea arqueológica? Pensaba en un fresco pompeyano.
Ya sale el café. Qué lindo olor... Y al fondo hoy se ve el mar. ¡Vuelvo a vivir la altura como en los barrios de montaña! Can Graner, El Coll, El Carmel. Ahora El Guinardó. Barrios unidos por un artículo definido masculino y una preposición en desuso con el significado de casa. Ahí es nada.
Quedan todavía muchas cajas por descorchar. El cuerpo sigue ensimismado, cerrado en sí mismo en una postura de oficinista callado. Ayer se me olvidó tomar las pastillas de la vida, justo cuando pensaba en qué difícil era vivir. Abres la ventana y te llega el frío dominical que hiela el café mientras ambos hallux valgus claman por la vida.